Opinión

Nube Viajera: Puras memorias

Reactivé un proyecto. Uno que quiere recordar las cosas más lindas, los miradores inolvidables, las noches estrelladas, todo, a través de una colección de piedras, proporcional a la felicidad, y que recuerda que hay que dar gracias todos los días
viernes, 15 de julio de 2022 · 00:00

Como quien escoge nísperos de una cubeta para comerse los más dulces, como cuando se limpian frijoles antes de cocinarlos para sacar los viejitos, las piedritas; elijo quedarme con las cosas más bonitas y hacer, diario, un homenaje a ellas. 

Así me pasa. Las lluvias de mi ciudad -que arrasan hasta con los malos pensamientos-, han causado estragos en mi huerto, lo que me obliga a trabajarlo el doble, limpiar hojas ahogadas, pellizcar nacimientos de varitas entre las ramas de los tomates, cuidar la tierra muy mojada en la que germiné ajíes y, a veces, colocar varios paraguas encima de mis lechugas para evitar que el granizo las llene de agujeros. Porque eso hace el granizo sobre las cosas más lindas, deshace. 

Correr entre los viñedos en la Finca Quara al amanecer refrescó. La chimenea se fue consumiendo durante la noche y el frío calaba los huesos, pero respirar ese aire viendo la precordillera era un ejercicio de sanación. Y de ahí, reactivé un proyecto. Uno que quiere recordar las cosas más lindas, los miradores inolvidables, las noches estrelladas, todo, a través de una colección de piedras, proporcional a la felicidad, y que recuerda que hay que dar gracias todos los días. 

Una obsidiana de la colección de mi abuelo de cacharos e idolitos de asentamientos prehispánicos inició la cosa sin saber siquiera cuánto crecería la incitativa. Los últimos años hicieron grande la colección. Una piedra de río en forma de corazón que me regaló mi padre de no sé dónde, pero de él; un pedacito de una casa desde la que se observaban aves en el País Vasco; una piedra casi negra de las de la orilla del mar limeño. De mi casa en Coyoacán, -en la que se comía el mejor encacahuatado del mundo-, me traje hace poquito una piedrita del porche de entrada a mi casita en el jardín. Qué poderosa piedra. 

Pura cosa buena, eso es con lo que uno debe de quedarse en la memoria. Una copa de Selosse acompañando unas rebanadas de chorizo en Etxenbarri; el primer Palmer blanco de mi vida; las conchas de maíz que hacen sonreír a mis hijas en Oaxaca; los muchísimos Siete Leguas blanco. Tengo piedras que traje de los olivares en el Valle de Guadalupe y, aunque no tengo de Provenza comiendo cositas de Ducasse, tengo los libros que de puño y letra del cocinero describen cómo hacer el pesto local.  

Pienso en mis piedras que nacieron en la era glaciar y aparecieron después en el medio de Manhattan. Esas estarán ahí para siempre, las fui a visitar antes de un Martini glorioso y están muy bien. Como yo, están muy bien.

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