Comenzó a llover. Me ponía triste ver las enredaderas empolvadas, mis pastitos peludos que son base de las jacarandas relativamente amarillos y mis limones no entendiendo tanto sol, tanta aridez y, sobre todo, los esfuerzos de una loca regando a manguera y cantándoles, para no morir juntos sequitos. Pero comenzó a llover.
Llevaba semanas con la maniobra de la cubeta bajo las regaderas para con ello, alborotar helechos y una hiedra que le robo al vecino. Entre que el agua se va a acabar, no se sabe cuándo comienza y llega para quedarse la larguísima y muy esperada temporada de lluvias chilanga y que soy otra señora de las plantas, quería agua, mi cuerpo, mi jardín, mis aceras, mi barranca, mi ciudad, mi pueblo, mi lago, mi vida. Quien quita y lo único que me estaba haciendo falta era agua. Ojalá.
Es divertido explicarle a las visitas lo que significa que en la Ciudad de México llueva por meses. ¿Hay sol?, sí. ¿Pero bueno, están preparados con sombrillas y botas?, no. ¿Llueve todo el día?, no, pero las tormentas son chubascos que parecen interminables que pintan de verde los árboles, los parques, y le regalan aún más caos a esta metrópoli que baila reguetón, come tacos a cualquier hora del día, bebe tequila y se inunda. Pequeños monzones diría, que no nos ponen de mal humor a los que somos de por acá, es más, nos da risa y, siempre, nos mojamos.
Tengo un recuerdo divino de una lluvia larga de gotas gordas e interminables en esos banquitos de la esquina de la muy bien pensada barra de La Docena. Un cocinero extranjero que nadie le avisó que necesitaba chamarra -o que esta ciudad todo lo puede y conquista-, un empresario que me caen bien por mamón, y el chef de casa, -al único que llamo chef y por ello nos respetamos y hacemos pactos-, que me servía cosas que me gustan mucho. Bebimos tequila, chasers de cerveza de esa que les gusta a ellos y no a mí, arreglamos un poco el mundo y llovía torrencialmente. Se firmaron tratados esa tarde, unos permanecen y otros no, pero lo bailado, nadie nos lo quita. Y llovía y llovía.
Como arte de magia brotan mis manzanas cuando empieza a llover. Son feítas, pero son las más dulces y pienso hacer apfelstrudel, mi crumble de manzana que fascina, -ambos con creme fraiche-, algo de gazpacho -la receta que hacemos en casa lleva una manzana-, y quizá un pollo tapado de ese que hacen en Colima. Insisto, todo con lluvia, con ríos por las calles, con música, con nostalgia, con sonrisa.
A ver si esta temporada de lluvias le da suficiente gozadera a la enredadera que veo desde mi cama, le falta un empujoncito. A ver si estas lluvias que comenzaron en abril y terminarán en noviembre limpian la barranca, sin duda habrá más patos, se reproducirán los lirios y, ahora sí, con miedo, pero me adentraré a ver de qué especie son esas aves migratorias que cuidan mi casa con las ranas, todas las noches. A ver si estas lluvias purifican lo que haya que purificar. A ver si estas lluvias nos llenan de lo que en japonés llaman “henko”: cambio profundo y trasformador del que no hay retorno al estado inicial. Qué belleza que llueva como llueve en mi ciudad.