Opinión

Nube Viajera: Los platos rotos

Las cosas se rompen, ni modo. Mal haríamos en andar por la vida con letreros de “frágil” pegados por el cuerpo...
viernes, 22 de enero de 2021 · 01:40

Así como un plato de barro y en mil pedazos. ¿Cuántas veces se han roto en la vida? Suelo intercambiar por temporadas platos con mi madre. Hace muchos años subía al coche los platos extendidos de talavera de Gorky González para llevarlos de la Juárez, donde vivía en la casa más linda y enamorada, a Coyoacán a la casa en la que crecí; y se me resbalaron de las manos. Diez platos de talavera, cada uno distinto, hechos pedacería. De esas roturas imposibles de componer. Uno lo intenta y cree que se puede, hasta que encuentras cachitos que faltan y que no encuentras y, ahí, debe considerarse roto.

A mí me gusta tomar café temprano, dos o tres porque se me enfría y hago uno nuevo. Las mañanas de reflexión me invitan a sentarme en una mecedora y pensar, escribir a veces y tomar café. Las tazas de mi elección no son muy comunes. No me gusta tomarlo en taza tradicional cuya boca se abre y con asa fina, esas para mí son para servir consomé. Tomé café un par de felices años en taza de vidrio y me hacía bien. Hoy busco tazas cuya base y boca tengan el mismo diámetro, de poca capacidad y que cuenten historias. 

Y curiosamente se rompen. El uso, el tiempo, la vida. Se rompió una taza que adoraba, de una cerámica gres pintada a mano de una colección peruana que haz de cuenta que crearon para mí -"agüita para el amor", el título de la colección-. Conseguí los pegamentos más sofisticados, el de la tlapalería que no falla, el importado infalible. La reconstruí, pero quedó un pequeño agujerito del que hacía caso omiso y la volvía imposible de usar. Era irremediable, estaba rota. 

Me fascina lo que es y hay detrás del kintsugi, esta filosofía y técnica japonesa de componer objetos rotos uniéndolos con metales preciosos emulando una cicatriz que debe ser estética, vivir en paz con ella misma, ser visible y honrarse. El hecho de dibujar fracturas de un incidente doloroso, algo de polvo de oro y aceptarlo es, la mitad del camino a la curación. Hay que aprender de eso. Mi mamá me enseñó que casi todo objeto se puede restaurar. Casi. Afanosa como es, volvió a la vida una pieza de barro de Adolfo Riestra que se hizo añicos -mea culpa- en una borrachera. Lo intenté con una taza de china bone que me acompañó el invierno pasado en momentos clave y que se hizo pedacitos; fue irreparable, fracturas muy difíciles de resanar ni con el oro de mayor kilataje. Y cómo es la vida, otra taza como aquélla que adoraba de blanquísima porcelana regresó nueva a mis manos los primeros días de este año. Por algo ha de ser. 

Las cosas se rompen, ni modo. Mal haríamos en andar por la vida con letreros de “frágil” pegados por el cuerpo; para qué acumular platos centenarios -sí, de ese tipo de gente soy- en un mueble sin usar por temor a que se rompan.  Una raya más al tigre, asumirlo con templanza. Que levante la mano el que no ha estado roto.

 

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