Opinión

Cuando el sabor no es feliz

No sé si es mi hambre de sabor o de conocimiento, pero todo lo veo, lo huelo, lo quiero
viernes, 3 de julio de 2020 · 02:02

Es primo de los dinosaurios y la evolución no lo ha modificado en miles de años. Recorriendo carreteras tabasqueñas y chiapanecas, como siempre, esté donde esté, busco sabor. Es intuitivo, lo tengo dentro de mí.

Puedo localizar los fuegos prendidos en un horizonte amplio, -como aquéllos que vi estos días en pobrísimas tierras zapatistas-; las frutas, los árboles de durazno y hasta las hojas de momo en la selva. No sé si es mi hambre de sabor o de conocimiento, mi curiosidad o mi historia de amor con la cocina, pero todo lo veo, lo huelo, lo quiero.

 Nunca había probado el pejelagarto. Además de mi evidente distancia política con el apodado así - que se acrecienta a velocidades aceleradas-, en realidad los pescados me gustan más jugosos. Pero ahí estaban a pie de carretera, asados, atravesados con una varita, cocina sencilla de regiones sí fértiles, pero también muy, muy precarias.

Fui aprendiendo que se guisa y se rellenan empanadas, así como las pescadillas de cazón del Pacífico, y también anoté que debía buscar tamales envueltos en hoja de plátano con chaya, chipilín y pejelagarto. Pero no di con ellos. 
Mi país está sufriendo, y las regiones de estos ríos del sureste del país lo resienten muchísimo más. Se nota en la sazón de la gente carajo, sabe buenísimo, pero no sabe feliz. Se nota en la mirada de los niños. Hay papaya, hay piña, hay plátano, pero sobre todo hay olvido.

Tengo dos o tres días más para encontrar los ostiones al tapesco de la zona tabasqueña, y -no importando los casi 40 grados de temperatura-, estoy obsesionada con encontrar una buena receta de sopa de plátano. 
En la zona he visto bellezas naturales de sueño, de las más bonitas del mundo. El Caracol, ubicado en el ejido Roberto Barrios ve nacer esas majestuosas cascadas y, claro, tiene toda una historia bélica.

 Me recibió la selva con agua color verde jade y con una pobreza extrema. Pienso muchísimo en Luis, un lacandón guapo que nació y vive en Roberto Barrios y en la forma en la que me miraba. Nunca con desdén, al contrario, platicamos de que un día probó la Tecate, de un guiso de caracoles locales, y le caí bien, pero, la desigualdad, nos mata.

Ahí, en esas cascadas sentí a mi país muy profundamente. Hermoso, delicioso, diverso, sabroso como es, y jodido, muy jodido.  
Pienso regresar mucho. Quiero saber más del bambú, repetir cena con velas y estrellas en el centro de la plaza de Palenque -esta vez con un Conseillante-; quiero comerme todos los tamales locales y compartirlos con Luis.  
Que no se nos olvide, estamos obligados a reaccionar, a actuar. Que no se nos olviden las regiones olvidadas.  

 

Por Valentina Ortiz Monasterior

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