El cansancio se ha vuelto casi un lenguaje común. Está en todas partes. Lo decimos sin pensar: “estoy agotado”, “ando en friega”, “no me da la vida”.
Y lo curioso es que no lo decimos con queja. Casi siempre, incluso, con orgullo. Como si estar cansado fuera prueba de que estamos haciendo algo bien. De que estamos en movimiento. De que importamos.
Vivimos en una época donde estar ocupado no es sólo inevitable, sino deseable. Donde tener tiempo libre es casi sospechoso.
Nos hemos acostumbrado a asociar la velocidad y la intensidad con la relevancia, la fatiga con el progreso, el desvelo con la entrega. Y no lo digo en tono acusatorio; lo digo porque yo también vivo ahí, más de lo que yo quisiera.
Y peor aún: cuando por fin aparece un momento de descanso, sobre todo si se hilan seguido, en lugar de disfrutarlo, sentimos culpa. Como si estuviéramos traicionando algo. Como si no estar haciendo tanto, o incluso nada, fuera casi un acto de deslealtad hacia el sistema —o hacia nuestra propia narrativa—. ¿Cómo es que hemos llegado a pensar que no estar agotado es señal de flojera, o que dormir bien es de gente que no se exige lo suficiente?
Pero hay una diferencia importante entre el cansancio que deja algo y el que sólo vacía. Entre el cansancio que viene después de crear, construir, acompañar… y el cansancio que simplemente aparece tras una jornada llena de pendientes que no tocaban nada esencial.
La trampa está en que uno empieza a vivir ahí, en ese estado permanente de estar "un poco más allá del límite", y empieza a creer que así debe ser. Que descansar es perder el tiempo. Que parar es debilidad. Que si no te sientes exhausto al final del día, algo hiciste mal.
Y no es cierto.
Descansar no es un lujo ni una indulgencia. Es parte del ciclo natural de cualquier cosa que quiera sostenerse. Una pausa no significa retroceso. A veces, es lo único que te permite tomar dirección.
El punto no es hacer menos, ni buscar una vida sin esfuerzo. El punto es preguntarnos si el esfuerzo está yendo hacia donde realmente queremos ir. Si lo que nos está cansando también nos está construyendo. Si el precio que pagamos por estar “en todo” no es demasiado alto cuando, al final, no estamos del todo en nada.
No hay respuesta correcta. Pero vale la pena preguntárselo.