Nunca digas que amas a alguien si nunca has visto su ira, sus malos hábitos, sus creencias absurdas y sus contradicciones. Todos pueden amar una puesta de sol y la alegría, solo algunos son capaces de amar el caos y la decadencia. Vaya fuertes par de párrafos autoría de Mario Vargas Llosa, ahora y siempre en boca de muchos. Yo, me ubico, me identifico, lo soy y lo es, digamos, viva la realidad y muera la positividad tóxica (o la gente Palmolive como dice José Luis quien bebe Pisco Sours y que asegura que de no follar, al menos fumar).
Tuve la gran fortuna de ver al recién finado autor en Lima, hace no mucho, en la mesa de a un lado mientras comíamos en el restaurante Cosme. Pidió el mismo postre que nosotros, crema volteada (primera de muchas más, James querido) y comentamos lo imponente que fue verlo y la casualidad de que justamente esos días yo re leía “Travesuras de la niña mala”, esa historia de amor de años, enorme, infinita, pasional, noble. Amores que matan nunca mueren sería la canción que se me ocurriría ahorita y sonaría musicalizando este texto.
Leí después que al escritor peruano le gustó siempre comer muy bien y, de su patria, el chupe de camarones. Pero en Madrid, donde paseo con las descendencias mejor educadas y más amorosas que existen, a Vargas Llosa cuentan que le gustaba comer en Saddle y en Horcher. Cuántas casualidades, dos casas gloriosas en donde, respectivamente, bebí en uno un Álvaro Palacios y un Ribeira Sacra y comí una moluscada divinos; y un consomé al jeréz perfecto, un tartar que me hizo pensar en toneladas de felicidad y corzo bien, pero bien hecho. Ese restaurante de origen alemán y oscuro, de collares de perlas, de algo de jet set venido a más o a menos, -escritores, políticos, abuelas guapas-, de fuentes y estaciones de servicio como esas ya no se ven, me fascina.
Me fascinas tu, Vale.