Estoy frente a la segunda rebanada de un pastel de coco. Lo hice yo, y no es por presumir, pero quedó espectacular. Ya les pasaré la receta. Lo miro con devoción, casi como si estuviera a punto de hacer algo indebido, pero en lugar de emoción, me golpea un pánico que ya conozco bien. Primero la culpa, luego el miedo, y así, en un bucle infinito que termina con mi tenedor suspendido en el aire.
Crecí creyendo que los postres eran prácticamente una droga dura. A los diez años, un doctor me miró fijamente y sentenció: “los Gansitos son veneno”, como si me los inyectara en la vena en lugar de comerlos. Han pasado casi veinte años desde que probé uno, y no porque sea un ejemplo de autocontrol, sino porque esa frase se me quedó tatuada en el cerebro. Lo curioso es que, mientras me advertían de los supuestos horrores de un pastel, me servían otra cucharada de sopa con crema, porque “eso sí alimenta”.
Siempre he amado la comida. Me da alegría, consuelo, compañía… pero también me ha dado ansiedad, culpa y ese pánico absurdo que me aleja del plato. Y no soy el único. Durante años nos han hecho creer que disfrutar de un postre es un acto de debilidad, que cada bocado se paga con sacrificio. Como si la vida se tratara de estar en deuda con cada cosa que nos da placer.
Les confieso que he intentado muchas estrategias para combatir esta culpa irracional. He negociado conmigo mismo con promesas de “mañana hago más ejercicio” o “bueno, sólo un bocado”. He mirado mi plato con la misma incertidumbre con la que veo mi cuenta de amex a fin de mes. He intentado ignorarlo, pero ahí sigue, latente. Porque no es sólo la comida. Es la narrativa que hemos aprendido sobre lo que “deberíamos” o “no deberíamos” hacer.
Pero aquí está la realidad: es sólo un pastel de coco. Un muy buen pastel de coco, sí, pero nada más que eso. No es un fracaso moral ni una falta de disciplina. No es una prueba que tengo que pasar. Es sólo algo que hice con mis manos y que quiero disfrutar sin sentir que estoy rompiendo una regla imaginaria.
Así que esta vez, en lugar de analizar si mi cuerpo “necesita” esta segunda rebanada o si mañana “compensaré” con ensalada, simplemente me la voy a comer. No pasa nada. Es un pastel. Es mi pastel.
Y sí, les paso la receta.