Las referencias visuales son magia y uno lo que ve lo imagina, lo traduce, lo interpreta cuando le es útil hacerlo. De la vista nace el amor dicen por ahí, por algo hay fotos en los menús de restaurantes cantoneses de ciertos barrios de la Ciudad de México o en la oferta de las mejores juguerías de los mercados -donde adoro comerme un plato de fruta con yogurt, nueces, amaranto y miel con tenedor de plástico-.
Así algunas de mis memorias del sabor, así, entrelazados, están los sentidos de la vista, el olfato, el gusto, el tacto y, aún más profundamente y cuando se trata de emociones, se tejen también con los afectos, con el amor, con el desamor, con la niñez, la maternidad, la vida en pareja, como se teje también -aunque no queramos-, el sabor con los tropezones y con el miedo. Es que en la memoria cabe de todo, los retratos de la gente, las sonrisas, el olor a pan de muerto o a rosca de reyes, el sabor de un champagne muy viejo -y desde luego su color-, los atardeceres, la imagen del fuego debajo de un comal, a lo que huele la manteca de una tortilla de harina recién echada, en la memoria cabe todo.
Y así andaba yo dando vueltas el sábado en un pueblo en donde casi nací y en donde cada esquina o mirador me vuelve a memorias muy viejas de personas, cariños y sabores. Pasé por la heladería a la que fui toda mi niñez (aunque nunca he disfrutado los helados) y puse play a la memoria de una bola de mantecado flotando en un vaso juguero lleno de Coca Cola que puedo oler hasta hoy. Comiendo elotes por la noche en el Zócalo sonreía mientras detectaba cada uno de los aromas de los esquites, el que lleva epazote, el que tiene camarón seco, el olor a cacahuazintle entero tatemado en un anafre, los aromas de mi vida.
Comimos cecina como hacemos mucho, con crema y acompañada de arroz y frijoles, como también hacemos mucho, y sonreía relacionando un bocado de esa carne salada con estar mojada y quizá tener frío, con comerla viendo el lago de ese pueblo, con sus días de lluvia y de viento, con el olor a los equipales, con las esencias del agua de colonia 4711 de limón, naranja, romero, esencias de amor.
Vi hongos a la venta en las cubetas de siempre y me transporté a esas quesadillas por el Nevado de Toluca que comíamos mientras nos tallábamos los ojos por la picazón del humo de la leña. En paseítos por las calles del centro de aquel lugar de techos de tejas de dos aguas, vi que hoy venden churros rellenos de Nutella -ni modo-, y los pambazos de los puestos de los arcos huelen a mal aceite -ni modo-. Pero ¿qué importa?, narro más bien las sensaciones en el corazón que en el paladar.
De niña, por ejemplo, pensaba que la cecina era un pescado, ¿la razón?, mi asociación de siempre comerlo a la orilla del lago y cerca de las truchas. Lógica simple. Asociaciones, disociaciones, memorias gustativas, uno es lo que ha probado, al menos yo, y claro, luego está la magia, que al presente o al pasado le imprime saborcito, corazón, salsa de chile, la magia de los recuerdos más profundos, la magia como puente entre lo que conocemos y lo que no, la magia.