Opinión
Bitácora del paladar: Mi vida por un pozole
Hay dos sabores: el que un paladar distraído puede olvidar y el de la memoria bien fundada en el sentido del gusto que nunca olvidaMi padre de nombre Humberto, así como yo, hizo que el pozole se volviera el plato para los mejores festejos. No había cumpleaños en casa o festejo nacional donde el pozole rojo estilo Jalisco no se hiciera presente. Los ingredientes base, con un buen maíz cacahuazintle, cabeza, pata y pernil de cerdo más su receta secreta de chiles de árbol, que a la fecha no comparte, ha sido el platillo con la identidad que nos sentaba a la mesa.
Pequeños platos de barro que contenían cebolla, limones, rábano, lechuga, chile piquín, orégano, tostadas bien crujientes, crema ácida, aguacate y queso de rancho, formaban parte de los elementos para disfrutar el plato y hacer la tostada que le acompaña.
Los años pasaron y descubrí el pozole del tío Germán, de mi querida Toñita la abuela de mis hijos y del maravilloso plato de Naiqui el cual se lleva el primer lugar en los pozoles caseros de mi vida.
Cada casa le da su sazón, cada tradición se altera conforme el origen de la familia y hasta las economías le dan los sabores diferentes, pero en algo soy irreductible, no creo en el pozole de pollo y aquellos que piensan en platos veganos a los que les llaman pozole no cuentan en mi memoria, ni en mi intención narrativa.
Durante mis años como funcionario de gobierno, hubo dos espacios de pozole que fueron ampliando mis facultades como comensal apasionado por este nutritivo plato. El primero en la Colonia Algarín, donde mi amigo y exjefe Florencio Salazar, quien fuera secretario de Reforma Agraria, nos convocaba una vez al mes a un grupo de selectos comensales. El lugar se llama Pozolería Poctzin Algarín y tenía en los jueves una gran cantidad de parroquianos del estado de Guerrero, quienes disfrutaban de aquellos sabores de la tierra que guarda la más exquisita tradición.
Por mi paso en la Cancillería mexicana, algunos embajadores de gran renombre, mencionan en sus conversaciones un lugar bautizado como el Pozole Clandestino, siendo el nombre real Pozole Moctezuma en la colonia Guerrero.
En sus mesas me senté con embajadores de México y otros países, así como con políticos de buen diente que apreciaban el taco de chorizo al inicio de la comida y entre silenciosos pecados disfrutamos el mezcal de la casa antes de la preparación de nuestro plato, que incluye huevo, sardina, mezcal y toques picantes al gusto del cliente.
De todas las ocasiones que visité este local dentro de un edificio en la planta baja, me quedó claro que el mejor sabor se logra con el tiempo de cocción y con los eternos hervores que potencian los sabores del caldo.
Viviendo en Madrid, España, Rita y Efrén en el restaurante Alamillo, nos curaban la nostalgia de la distancia con un pozole estilo Jalisco con perfecto sabor. No había semana en la que no fuéramos por cucharadas de patria con sabor a la memoria. Ya en casa, Naiqui hacía pozole con cerdo español y maíz de lata que logramos conseguir en las tiendas de productos de México en el Barrio de Salamanca.
Por esa mesa de casa, pasaron personajes importantes de la política, la radio y de la comunidad que se formó durante mi pasada vida en tierras ibéricas.
Hoy en día, espero la invitación a comer pozole, pero si ésta no llegara seguro que pasaré por Avenida Observatorio al corredor del pozole que habita a un costado de tan tradicional camino. Ahí podré visitar El Grano de Oro, la Pozolería Tere o el Potzocano.
Seguro que los sabores de un plato lleno de patria y memoria, me harán sentir exquisita nostalgia. Por algo este plato es mi favorito, porque en él caben corazones de quienes quiero, recuerdos de mesas infinitas y define mi identidad como mexicano, la cual es capaz de dar la vida por un plato.
@BetoBallesteros