Opinión

Bitácora del paladar: Apapacho

No es que se niegue a ser lo que siempre fue, sólo pasó que un virus se estacionó y al igual que a la vida misma, a la cocina también se infectó
viernes, 22 de enero de 2021 · 01:30

La cocina está entre volver y dejar de ser como antes la conocíamos.  

No es que se niegue a ser lo que siempre fue, sólo pasó que un virus se estacionó y al igual que a la vida misma, a la cocina también se infectó. 

Nos llevó a todos a usar cubrebocas, a guardar distancia, a bañarnos las manos con gel de alcohol y a dejar en la historia las mesas repletas de amigos y los bares donde apenas se podía caminar.  

Nos robó un presente, nos inundó de nostalgia con un pasado inmediato y nos deja aún un desierto de dudas sobre el futuro de la convivencia con un plato.  

Yo vivo en Ciudad de México y hace ya tres años que no visito Madrid, pese a que mi corazón y vida están anclados ahí. Mi última comida fue en una mesa repleta de amigos. Estábamos en Asturianos comprobando porqué la cocina con memoria es tan fuerte como la vida misma.   

La mesa era algo extraordinaria, Alberto Fernández como hijo de la anfitriona dirigía ruta del plato en la mesa, José Luis Moro y Mario Gil le daban esa calidez a la plática, como aquellas letras de un Pingüino en el Ascensor que te llenan de alegría o te confunden haciendo trabajar la mente más horas de las esperadas.  

Mi hermano Rodrigo y yo, estábamos con las alertas al tope, después de unas cañas en el Doble, donde Jesús nos consintió de manera maravillosa. He aquí, donde la palabra náhuatl “Apapacho” hace presencia. Es decir, abrazos, besos y cariñitos en forma de plato, habían sido nuestros alimentos previos para llegar a Asturianos con la frente en alto y el corazón latiendo con fuerza.  

Plato a plato con los maridajes que Alberto fue proponiendo tuvimos una tarde mágica, en donde la palabra vida se vertió con enorme facilidad, como si un ejército de emociones que brotaran del corazón inundando todo el local.  

La comida, duro tanto como la digestión del más barrigón. Y entre besos robados, las carcajadas ante el error en el uso de una palabra y la temperatura elevada por los vinos que acompañaban la comida; la memoria guardó solo el cariño de esa mesa grande, larga y emotiva. Esas eras las comidas en Madrid. Así las integra mi hermano Ro.  

Las tardes en Ciudad de México, no eran tan distantes a esa emoción que da el apapacho.  Luisa y Grecia sabían cómo provocar mi visita al restaurante Conchita en plena colonia Roma. No han pasado más de cinco años de esos momentos.  

Ahí Luisa comenzaba ese desorden maravilloso, al pedir que el cocinero saliera a saludar. Diego Hernández, chef de Baja California y propietario del lugar salía con esos lentes amplios y la sonrisa maravillosa sin dudar en repartir besos y abrazos con enorme franqueza. Ahí Grecia usaba la magia de su mirada y lograba que el chef se quedara en la mesa.  

Las llamadas de apoyo no tardaban en salir de los teléfonos portátiles y en un abrir y cerrar de ojos, esa mesa ya tenía más de 10 comensales disfrutando la vida misma. Sonriendo, debatiendo y apapachado al amigo que estaba a un lado.  

Desde marzo de 2020 esto ha cambiado. Ya no caben en las mesas todos; no hay besos robados, las risas largas antecedidas de los debates apasionados son parte de un pasado. Las manos que abrazan están ausentes y ese cariño que robaba suspiros no ha regresado a la mesa en un año.  

Todo cambio, menos los platos y los sabores. El apapacho del cocinero continua, por lo pronto disfrutemos de éste. Los abrazo y besos ya vendrán con calma. 

Twitter: @elbetob  
Instagram: @betoballesteros  

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