Durante muchos años se ha dicho que la carne roja, cuando se consume en exceso, puede aumentar el riesgo de ciertas enfermedades. Por eso, muchas personas han optado por sustituirla por carnes “más saludables”, como el pollo. Sin embargo, nuevos estudios han puesto bajo la lupa el consumo de carne blanca y sus posibles efectos para la salud.
El pollo, en especial, se ha vuelto una opción popular en millones de hogares. Es económico, fácil de preparar y se considera una fuente de proteína magra. Pero recientemente, una investigación hecha en Italia reveló que consumir grandes cantidades podría no ser tan inocente como parece, sobre todo para la salud digestiva.
Entonces, ¿es malo comer pollo? No necesariamente, pero como en casi todo lo que tiene que ver con la alimentación, el exceso puede jugar en contra. A continuación, te explicamos lo que encontraron los investigadores y qué tan grave podría ser si te pasas con las porciones.

El estudio que levantó la alarma
La investigación se llevó a cabo en Italia y duró casi 20 años. Participaron más de 4,800 personas, y los resultados encendieron una alerta: quienes consumían más de 300 gramos de pollo a la semana, es decir, más de 4 porciones, tenían un 27% más de riesgo de morir por cualquier causa, especialmente por cáncer gastrointestinal.
El riesgo era aún mayor en hombres, donde el porcentaje aumentaba a más del 160% si se comparaba con quienes comían menos de 100 gramos por semana. En otras palabras, el consumo elevado de carne de ave, aunque sea considerada magra, puede tener consecuencias si no se modera.
El estudio completo fue publicado en la revista Nutrients, y sus hallazgos abren la puerta a nuevas discusiones sobre lo que realmente es “saludable” en cuestión a alimentos o no, dependiendo de la frecuencia, la preparación y las cantidades que se consumen.
¿Entonces hay que dejar de comer pollo?
No necesariamente. El pollo sigue siendo una fuente importante de proteína, además de contener vitaminas del complejo B y minerales como zinc y fósforo. El problema no es el alimento en sí, sino la cantidad, la frecuencia y la manera en la que cocinamos el pollo.
Por ejemplo, freír el pollo o consumirlo con piel puede aumentar los niveles de grasa y hacer que sea más inflamatorio. En cambio, si se prepara hervido, al vapor o asado sin grasas añadidas, los riesgos bajan. Además, es clave acompañarlo con verduras, frutas y cereales integrales.
Como regla general, se recomienda variar las fuentes de proteína: no todo tiene que ser pollo. Se pueden incluir huevos, legumbres, pescado, tofu o carne magra de res en porciones moderadas. La variedad y el balance son las mejores formas de cuidar nuestra salud.