Frida comía como pintaba: con intensidad, humor, política y entrañas. En su mundo, el acto de comer no era trivial. Era una forma de amar, de recordar, de resistir. Fue, también, una forma de vivir cuando todo lo demás parecía caerse a pedazos. Como escribió alguna vez Guadalupe Rivera: “Mi madre cocinaba por necesidad. Frida cocinaba por amor.” Y ese amor se sigue sirviendo en cada plato que, sin decirlo, lleva su nombre.
Frida creció en Coyoacán, en una casa de fuertes raíces tradicionales. Su madre, Matilde Calderón, era una mujer mestiza, firme y profundamente ligada a los saberes domésticos. En esa casa, desde niña, Frida vio a las mujeres moler chile en metate, preparar frijoles de olla, amasar tortillas en el comal, colgar ajos y flores, hervir calabaza en tacha. El fuego y los sabores formaban parte de la vida cotidiana tanto como el olor a medicina o el peso del silencio. Aunque no fue una cocinera de tiempo completo, Frida aprendió desde temprano a entender la cocina no sólo como acto funcional, sino como un espacio de creación. Años después, cuando la vida la golpeara con enfermedades, cirugías y traiciones, esa misma cocina sería uno de sus pocos espacios de control y belleza.
Fue durante su matrimonio con Diego Rivera, a partir de 1929, cuando la cocina de Frida adquirió su carácter más marcado. La Casa Azul se convirtió en un centro de reuniones, arte y política, y también en un hervidero de aromas, colores y platillos. Si bien contaban con ayuda doméstica que preparaba gran parte de la comida, Frida era la directora de orquesta: elegía los ingredientes, probaba las salsas, dictaba las proporciones, corregía el punto del chile o la consistencia del guacamole. Para ella, cocinar era otra forma de componer imágenes, de combinar elementos y de transmitir sensaciones. Guadalupe Rivera Marín, hija de Diego Rivera y autora del libro Frida’s Fiestas, recuerda cómo Frida organizaba calendarios completos de celebraciones, cada uno con su menú, su decoración y su atmósfera particular. Desde Navidad hasta el Día de Muertos, cada fiesta era una escena diseñada por ella con el mismo nivel de detalle que un cuadro.
La comida preferida de Frida era tan mexicana como ella: mole poblano con guajolote, tamales de frijol o rajas, pozole blanco, chiles en nogada, arroz rojo, guacamole con granada, calabaza en dulce, café negro, chocolate caliente espeso y frutas picantes. A pesar de su salud quebrantada y de una larga lista de intervenciones médicas que la obligaban a cambiar de dieta, nunca renunció al sabor. Comer, para ella, era un placer y también una forma de lucha: una reafirmación de que el cuerpo todavía podía disfrutar. En los días más difíciles, cuando apenas podía mantenerse en pie, Frida seguía eligiendo con cuidado lo que se servía en su mesa. El sabor era uno de los pocos dominios que le quedaban.
Las fiestas en la Casa Azul eran tan célebres como sus cuadros. Uno de los banquetes más significativos fue el que organizó junto a Diego para recibir a León Trotsky y Natalia Sedova en 1937. El revolucionario ruso, exiliado, encontró en México un refugio que olía a tamal recién hecho y sabía a tortilla con salsa de molcajete. Aquel día, según relata Guadalupe Rivera, se sirvió una comida profundamente mexicana: platos de barro, servilletas bordadas, papel picado colgado de los techos, frijoles de olla, atole espeso, tortillas recién hechas y un altar decorado con flores. Todo era una declaración. La comida no solo era hospitalidad, era ideología.
Por la mesa de Frida pasaron muchas figuras del arte, la política y la cultura. André Breton, el padre del surrealismo, quedó fascinado no sólo por sus cuadros sino por su manera de habitar lo mexicano: sin artificio, sin traducción. Tina Modotti, fotógrafa y activista, fue amiga y cómplice. También la hermana de Frida, Cristina, era una presencia constante, así como Chavela Vargas, que recordaba con humor y nostalgia los platos picantes y los tequilas compartidos. Y por supuesto, Diego, siempre Diego, que encontraba en los chiles rellenos, los tamales y el arroz con plátano frito un motivo más para quedarse, aunque nunca del todo quieto. Frida decía en broma —o no tanto— que la única forma de mantener contento a su Diego era cocinarle como le cocinaba su madre: sin miedo al chile.

La cocina de Frida no era una cocina al uso. Era escenografía, era poesía. Sus paredes estaban cubiertas de frases en náhuatl, cazuelas de barro, platos de Talavera poblana, frutas colgantes y muñecas indígenas de barro que decoraban como invitadas simbólicas. En Día de Muertos, los altares ocupaban cada rincón con velas, papel picado, calaveras de azúcar, pan de muerto, flores de cempasúchil y fotografías familiares. Aunque no hay registros públicos de que alguna de estas fiestas haya sido especialmente célebre fuera de su entorno íntimo, quienes asistieron las recordaban como algo más que una comida: una experiencia estética y emocional completa.
No cocinaba por deber, sino por deseo. No para alimentar, sino para provocar. En sus comidas, como en sus pinturas, todo era símbolo: el color, el olor, la textura, el tiempo.
Hoy, la cocina de Frida sigue viva. Puede verse en la Casa Azul, conservada casi intacta: los platos de cerámica, los trastos, las hierbas secas, las letras pintadas sobre los azulejos. Puede leerse en su recetario, recuperado por Guadalupe Rivera, donde cada platillo tiene contexto, historia y significado. Puede saborearse aún en las reinterpretaciones de chefs que buscan, más que imitar, entender lo que Frida expresaba con el acto de cocinar.