A veces el primer síntoma no se siente en el cuerpo, sino en la lengua: un mole que de buenas a primeras comienza a saber a tierra mojada, el café a metal y el chile deja de picar. No es una rareza del paladar: se trata de los efectos colaterales de la quimioterapia. De pronto, los sabores de tu vida —ese chileatole de su abuela, el taco al pastor de medianoche, la rebanada de pan con mantequilla— se vuelven un eco lejano. Comer deja de ser placer y se convirtió en trámite.
Lo que la ciencia llama disgeusia —la alteración del gusto que afecta a la mayoría de las pacientes con cáncer de mama durante el tratamiento— está abriendo un nuevo territorio en la gastronomía contemporánea: la cocina sensorial adaptada. Un espacio donde chefs, científicos y nutricionistas trabajan juntos para ayudar a las personas a volver a saborear.
La ciencia a la mesa
En Londres, el chef Ryan Riley fundó Life Kitchen después de perder a su madre por cáncer. Su propuesta: enseñar a cocinar a quienes han perdido el gusto. Con ayuda de neurocientíficos, desarrolló recetas basadas en el umami (el quinto sabor), las texturas cremosas y los aromas intensos. El resultado son platos que no sólo alimentan, sino que reactivan el cerebro del gusto. “Cocinamos para devolver placer”, dice Riley, “porque el placer también sana”.
En España, el proyecto “El sabor perdido”, del MD Anderson Cancer Center y el chef Ramón Freixa, explora lo mismo desde la alta cocina: recetas con miso, cítricos y vegetales asados que devuelven matices y apetito. Y en Estados Unidos, “Cooking for Chemo”,
creado por Ryan Callahan, nació tras acompañar a su madre —paciente de cáncer de mama— en ese viaje sensorial: descubrió que un toque ácido o un contraste de textura podía reencender el gusto más apagado.
Un nuevo lenguaje del sabor
La clave está en entender que el sabor no es sólo cuestión de lengua, sino de cerebro. La quimioterapia altera las células gustativas, la saliva y la percepción olfativa. Por eso, el secreto no está en añadir más sal o azúcar, sino en jugar con estímulos multisensoriales.
Los científicos de la Fundación Alícia en Cataluña —creada por Ferran Adrià y el cardiólogo Valentí Fuster— llevan años experimentando con el gusto desde la gastronomía científica. Sus investigaciones muestran que sabores como el umami (presente en jitomates, champiñones, quesos añejos o salsa de soya) mantienen su potencia incluso cuando otros se apagan. De ahí que sus talleres incluyan caldos hondos, cremas con notas marinas o purés de vegetales asados, donde lo gustativo y lo emocional se funden.

Del laboratorio al plato
México, con su cocina naturalmente rica en contrastes, es terreno fértil para esta tendencia. El chile, por ejemplo, activa receptores trigeminales que estimulan la boca incluso cuando el gusto falla. El maíz tostado, el jitomate tatemado o el queso cotija aportan capas de umami sin saturar el paladar. Y los cítricos —tan presentes en nuestra cocina— ayudan a despertar el olfato y la salivación.
Imaginen: una crema de calabaza y miso con aceite de epazote, un ceviche tibio con jugo de mandarina y ajonjolí, o unas tostadas de hongos asados con puré de aguacate y limón amarillo. Platos diseñados no sólo por sabor, sino por sensación: temperatura, textura,
aroma, color. En la mesa, la ciencia se disfraza de placer.
Comer para sentir, no solo para nutrir
En algunos hospitales europeos y estadounidenses ya existen cocinas demostrativas donde chefs colaboran con médicos para diseñar menús personalizados. En México, el concepto apenas germina, pero chefs jóvenes comienzan a mirar hacia esa frontera entre gastronomía y salud, donde la creatividad se vuelve terapéutica. No se trata de “comida hospitalaria”, sino de alta cocina empática: la que entiende que el sabor puede ser una forma de cuidado. En un país donde la comida es identidad, comunidad y memoria, recuperar el gusto significa recuperar un pedazo de uno mismo.
El renacer del paladar
La cocina sensorial adaptada no cura el cáncer, pero puede sanar el vínculo emocional con la comida. Para muchas personas, volver a disfrutar una cucharada no es sólo alimentarse, sino reconciliarse con la vida. Y eso, para cualquier amante de la cocina, es una historia digna de contarse: cómo el gusto, la memoria y el arte culinario pueden reunirse para que el plato más simple —una sopa caliente, un trozo de pan, una fruta cítrica— vuelva a tener sentido.
