Bebidas

Vinos rosados: Maridaje, cómo tomarlos y cómo entenderlos

El buen rosado es seco y a la vez tremendamente frutal, aromático, intenso. Conjuga un montón de virtudes, placeres quizá menos serios y esenciales que los de un buen tinto, pero esa es su gracia: efímera, frívola, circunstancial
viernes, 16 de abril de 2021 · 02:10

El destino de los vinos está ineludiblemente atado a los avatares del clima. Desde que brota la flor y tras ella el racimo, la uva vive condicionada por aquella ola de calor o aquella lluvia inesperada, por el granizo o por la helada. Y luego el vino escala sus virtudes, potenciadas por las estaciones: blanco y rosado se expanden en primavera y verano, tintos corpulentos calientan el cuerpo sometido a las inclemencias otoñales y el rigor del invierno. 

¿Dije rosado?, sí lo dije y con doble intención. Porque esa categoría que a veces ninguneamos por un torpe entendimiento de los colores (si nace hembra escarpines rosa, si macho celeste) debe ser reivindicada y ensalzada, tarea que asumo. Ahora que los calores se nos pegan al cuerpo, nuestras vísceras exigen que las apartemos del incendio, que aprovechemos su existencia en sombras para facilitarles la frescura que habrá de aliviar el conjunto. Y llegado el momento los rosados serán cumplidores

Hablemos entonces de qué es un rosado, pero comencemos por hacerlo desde las sensaciones. Porque el ingreso de un buen rosado al aparato transformador es donde comienza la historia (y hablo de esta historia, pero también de la que viene con mayúsculas, la que comenzó cuando éramos unos vacilantes neandertales cruzados con esbozo de homo sapiens) acaece entre sensaciones poco comunes. Sensaciones que no encontrarás en tintos y blancos porque ejercen otro tipo de seducción.

El buen rosado tiene una frutalidad poco común por una razón de peso: su color viene de macerar las pieles de la uva tinta (no entraremos por ahora en más detalles); pieles en las que anida no sólo el color, sino también lo más profundo y esencial de los aromas vínicos. Pero como a la vez la maceración es breve, también lo es la extracción de taninos. Por eso puedes beberlo bien frío y disfrutar de sus sabores frutales sin que ninguna aspereza te sugiera algo más.

Ese buen rosado —y pienso en nuestros Ru de Bodegas del Viento y Marella de la bodega Ícaro y el rosado Chapoutier de Côtes de Povence— es seco y a la vez tremendamente frutal, aromático, intenso, marcado por notas de frambuesa fresca o de agua de sandía madura, por toronja o por el dejo que estaciona el rocío sobre la guayaba. Conjuga un montón de virtudes, placeres quizá menos serios y esenciales que los de un buen tinto, pero esa es su gracia: efímera, frívola, circunstancial.  

Volvamos al calor del estío, al momento en que bebemos frío ese buen rosado, tal vez a 10 o 12 grados. Hasta ahí como si fuera un blanco, pero de sabores únicos, diferentes. Se dan cita en la botella aromas que suelen estar en los tintos (bayas rojas y negras) y, a la vez, delicados acentos propios de los blancos: flores como clavel y jazmín, pulpa de durazno, piña o cítricos.

Cuando invade nuestro paladar querríamos atrapar su frescura cautivadora y elusiva. Pero el buen rosado no se deja; dura lo que dura y el placer es tan intenso como efímero. Entonces volvemos una y otra vez a la botella, con inconfesable placer, para desentrañar ese misterio.